sábado, 7 de abril de 2012

Hoy escribe Mario: "El Sopapo"


 Marina volvía feliz a su casa. La jornada había sido agotadora, pero ella sabía que a fin de mes iba a ver la compensación. Hacía poco que había entrado a trabajar en ese banco extranjero, justo en Comercio Exterior. Y justo cuando la política económica impulsada desde el gobierno militar por el ministro Martínez de Hoz, favorecía la importación. De lo que sea. Los bancos no daban a basto abriendo cartas de crédito a diestra y siniestra. Y los empleados hacían horas extras a rolete para poder cumplir con esa tarea. Por si fuera poco, los clientes eran agradecidos con esos empleados que diligentemente sacaban adelante los papeles. Y no eran amarretes al manifestar ese agradecimiento.

Por otra parte las cosas con Alejandro estaban yendo cada vez mejor. Ella, la que como la del tango, nunca había tenido novio, ahora estaba en pareja. Hacía relativamente poco, pero algo le decía que se iba a casar con Alejandro.

Cansada pero feliz abrió la puerta de su casa. Vio venir a su madre. Lo que no vio venir fue la cachetada.

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La infancia y la adolescencia de Marina habían sido muy difíciles. No eran una familia pobre, pero tampoco sobraba el mango. Y su madre, Elena, quería que Marina tuviera la mejor educación, la que ella no pudo tener. Siempre soñaba con terminar la primaria, pero casada, con tres hijos (Marina tenía dos hermanos menores) y transplantada a Buenos Aires desde su pueblito del confín del Gran Buenos Aires, las cosas se le presentaban difíciles. Por eso proyectaba sobre su hija la necesidad de una educación del mejor nivel.

Así fue que Marina, asistió a uno de los mejores colegios privados de ese barrio situado cerca del centro geográfico de Buenos Aires, gracias a becas y medias becas que la madre le conseguía luego de hablar y rogarles a las monjas.

Lo que Elena no comprendía era que las becas lograban la inserción educacional de Marina, pero no la social. Si bien era un barrio de clase media, había chicas “más clase media” que otras. Sin contar a la hija de ese embajador europeo que llegaba al colegio en fulgurante auto importado conducido por el chofer de la embajada. La primaria fue dura. Llegó a tener que soportar que una compañera le dijera en la cara que no la invitaba a su cumpleaños porque el padre de Marina no tenía auto. Y no era que la fiesta fuera en un lugar apartado donde al terminar había que ir a buscarla. La tenencia o no del auto marcaba una diferencia social importante. Y una paria como Marina no podía asistir a una fiesta de la creme de la creme.

Cuando llegaba el verano, mientras la que más cerca se iba llegaba a Mar del Plata, Marina se quedaba en Buenos Aires, ayudando a su madre con la crianza de sus hermanitos y en lo que podía, a su edad, con la limpieza de la casa. En la secundaria el destrato de las compañeras se fue suavizando. Y más aun desde tercer año, cuando falleció su padre. Pero así y todo, el factor económico le impedía profundizar esa sociabilidad más allá de los límites del colegio. Marina no salía con sus compañeras, no iba a bailar. Solo se permitía, muy de vez en cuando, ir al cine con Alexia, la única compañera a la que podía llamar amiga al terminar la secundaria.

Pero ahora todo estaba cambiando. Iba a bailar a ese boliche clásico de la zona sur, se iba de vacaciones con la prima. Y había conocido a Alejandro. Estaba totalmente enamorada de él. Y hacía poco, él la había hecho suya. A la edad en que muchas de sus compañeras estaban ya casadas y con hijos, ella recién había tenido su primera experiencia sexual. Obviamente, tanta espera no había sido casualidad. La educación que le brindaron las monjas y la formación puritana recibida de la madre habían hecho lo suyo.

Sentía la imperiosa necesidad de compartir esa alegría con alguna amiga. Con la madre obviamente no podía. Era una época en que las madres confiaban en que sus hijas llegaban castas y puras al altar, honrando el vestido blanco que portaban. Aunque la gran mayoría de esas madres, como en el caso de Elena, vivía absolutamente engañada. De alguna manera iba a tener que esconderle, por lo menos hasta que se casara, que ya era mujer. Alexia, ya dijimos, la única amiga que tenía, se había casado y se había ido a vivir al norte. Por eso decidió escribirle una carta y contarle todo. La cerró y se la dio a la madre para que le dejara en el correo al día siguiente.

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La vida de Elena tampoco había sido fácil. Una de las últimas de 14 hijos, el padre los dejó poco después de que naciera el último. Vio morir aun chicos a un par de sus hermanos. Y aprendió de la tosudez de su madre, una italiana analfabeta, para salir adelante ante cualquier adversidad.

Las cosas parecieron cambiar cuando conoció a Orlando. Él trabajaba administrando la estancia más importante del pueblo. No es que fuera extraordinariamente rico, pero ganaba lo suficiente como para que vivieran bien los dos. Se habían conocido en un baile en el pueblo. Y pronto empezaron a hacer planes para casarse.

Fue entonces cuando su futuro suegro decidió dejar el pequeño taller de joyería que compartía con dos socios menores que él y ofrecerle el puesto a su hijo. Económicamente era un paso atrás, pero a Orlando le costaba hacerle frente a su padre. Estaba la “tradición familiar” de por medio.

Orlando y Elena se casaron y se fueron a vivir a Buenos Aires. Al poco tiempo nació Marina y luego sus hermanitos. Las cosas transcurrían como he venido narrando, hasta que un día sonó el timbre y Elena fue a abrir. Le temblaron las piernas cuando vio al agente de policía parado en la puerta. Y no era para menos. Su esposo había sido encontrado muerto en la calle, víctima de un infarto.

Una nueva vida comenzaba para ella y sus hijos. Si hasta ahora habían sufrido algunas privaciones, ahora iban a pasar penurias. La primera medida fue dejar el departamento que alquilaban e irse a vivir con sus suegros. Y someterse así a los vaivenes de un gallego caprichoso. Fueron años duros, de una convivencia harto dificultosa. Así fue que, cuando Marina terminó la secundaria, los cuatro se fueron a vivir con la madre de Elena, a aquel pueblito a 40 km de Buenos Aires.

La decisión la tomó Elena y los hijos asintieron. Pero Elena nunca estuvo segura de lo que hacía. Siempre pensó que los hijos aceptaban sus decisiones en silencio simplemente por no contrariarla. De los tres, Marina debía ser quien más estaba sufriendo. Si bien había conseguido trabajo enseguida, era en Capital. Mucho viaje todos los días. Y ahora que estaba en el banco y hacía tantas horas extras, llegaba tarde a la noche. Cenaba, se duchaba y se iba a dormir. Madrugar al día siguiente para volver a empezar. Colectivo – tren – subte. Subte – tren – colectivo. La misma rutina todos los días. Y esa sonrisa con la que entraba a la casa seguramente escondería un gran sufrimiento.

La noche que Marina le entregó la carta para Alexia, Elena imaginó que en ese sobre estaban encerrados todos los reproches que su hija callaba. Alexia debía ser la destinataria de todos los lamentos, todas las quejas, todos los sufrimientos que debía estar atravesando Marina. Había una sola manera de saberlo. A la mañana siguiente, antes de ir al correo, puso la pava con agua en el fuego. Esperó pacientemente que el agua hirviera y luego acercó el sobre al vapor que salía por el pico. Igual que tantas veces había visto en las películas. Con los dedos temblorosos despegó la solapa y extrajo la carta. Se puso los anteojos y comenzó a leer. Tuvo que pasar la vista dos veces por el texto para convencerse de lo que estaba leyendo. Ella preocupada por su hija y “esa mocosa arrogante se cagaba en la educación que ella le había dado, en la que había recibido de las monjas y andaba revolcándose en vaya a saber qué cama mugrienta con un tipo que había conocido hace poco en un boliche”.

Con las manos más temblorosas aún, cerró nuevamente el sobre todo lo cuidadosamente que pudo. Lo llevó al correo y luego volvió a la casa. Todo el camino una sola idea le rondaba la cabeza. Su hija iba a conocer el rigor con el que ella, Elena, había sido educada. Lo que había hecho era imperdonable. Cuando llegara a la noche le iba a borrar esa sonrisa insolente con la dureza del revés de su mano.



11 comentarios:

  1. Nuevamente Mario nos cuenta una historia. Gracias por confiar en este espacio.
    Si alguien más quiere publicar o contar algo pueden escribir al correo que figura en mi perfil.
    Besos

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  2. Mario: es historia real o ficción? qué horror que la gente abra correspondencia ajena...

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  3. El nudo central es real. Yo lo fui rodeando de detalles para darle un poco más de color. Pero la apertura de la carta es parte de la realidad.

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    1. insisto, qué horror abrir cartas ajenas! qué loco las historias que uno conoce, no?

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    2. En esa época no existía Internet, pero esto es como abrir mails ajenos. ¿Te acordás de la historia de Susana, la del marido que lo detuvieron cuando quería entrar a los Estados Unidos?

      Respecto de la historia, son cosas que a uno le cuentan o que oye de otras conversaciones. Luego, a partir de dos o tres datos sueltos, se arma la historia. Es algo que aprendí cuando estudiaba teatro.

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  4. Que bien escrito Mario Felicitaciones!!!. Terrible historia
    Un beso enorme a los 2

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    1. Muchas gracias, Sienna, pero te confieso una cosa y no es falsa modestia. Después de haber escrito esto lo leí un montón de veces y cada vez le corregía algo. Cuando creí estar conforme, se lo envié a Ana. Después que lo publicó, volví a leerlo cinco o seis veces más y me cansé de encontrar errores.

      Por lo pronto, consulté la RAE para descubrir que "tosudez" es "tozudez" y "a basto" es "abasto". Además hay errores de concordancia verbal y alguna que otra redundancia evitable. Pero en fin, hay que seguir aprendiendo.

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    2. Si Mario a mí me pasa. Lo importante es que el relato fluya y que le transmitas algo a quien te lee y eso esta logrado. Besos

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  5. Qué desagradable costumbre de abrir cartas o inmiscuirse en cosas que no nos corresponden. Mi madre nos decía de pequeños que quien abría correspondencia ajena se lo llevaban a la cárcel... ¿Y qué pasó después? ¿Pudieron disfrutar su amor?

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    1. Hasta donde sé, no se casaron pero por motivos totalmente ajenos a este incidente.

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    2. A mí no me gusta la frase "el fin justifica los medios", pero mi intención acá fue exponer el cambio de humor de la madre cuando se entera de "la novedad". Al principio sus intenciones son buenas. Es cierto que en vez de estar husmeando correspondencia privada hubiera sido mejor sentar a su hija y pedirle que le dijera con la mano en el corazón si estaba conforme con la vida que estaba llevando. Pero vaya uno a saber cómo era la relación madre/hija. Entonces digamos que el pecado se comete con "buenas intenciones". Luego, cuando comprueba lo que realmente conmovía a su hija, otra vez, en vez de sentarse a hablar con ella, elige la vía violenta, la que su madre analfabeta le había enseñado.

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